Todo comienza con Eris, diosa de la Discordia
Sus brillantes ojos rojos observaban con alevosía al pobre mortal con el que establecería el caos más estrepitoso que jamás pudo disfrutar. Este sumergido en su nimia y cotidiana realidad estaba ajeno al escrutinio de la pérfida diosa, que se relamía los labios, como si saborease la penuria que se cerniría sobre aquel diminuto individuo. Entre la penumbra sostenía en sus manos una esfera, con la que jugueteaba y reía mientras la visión de su víctima se desvanecía al colocarla junto a un millar más.
-Pronto, muy pronto me serás útil - decía para sí fundiéndose con la oscuridad a la par que reía a carcajadas, sonoras y matizada con el sello del mal.
Normalmente Eris se ceñía a una discordia mundana, a agitar alguna que otra de esas bolas de cristal y observar cómo destrozaba la vida de algún que otro mortal, por discusiones, por ataques de ira, o furia, por asesinatos, por robos, por terrorismo, por guerras... A eso se reducía su labor, que últimamente le estaba resultando no mucho más que un aperitivo, ya que ansiaba más destrucción, más miseria. Su ambición había ido creciendo con el tiempo y tenía claro que conseguiría sumir en la más absoluta y desastrosa condena no solo a los mortales, no, su plan incluía a los engreídos de sus iguales, los dioses. Esos que la desterraron a un segundo plano, más cercano al Tártaro que a sus altas esferas.
-Ahora que lo pienso, adoro que esos imbéciles hayan cometido el fallo que me permitirá destrozarlos, tendré en cuenta ese detalle para agradecérselo en persona. Sí - emitió un gemido de regocijo- Mmm, justo cuando esté a punto de aplastarlos entre mis manos.
Rodeada de sus monstruos, sus pequeños, como ella les llamaba cariñosamente, como si fueran las mascotas más normales del mundo siguió disfrutando su predicción planificada proclamando:
-¡Glorioso caos!
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